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El Crimen en Nueva York

05 diciembre 2019

El Tercer Grado

En marzo de 1880 Thomas Byrnes fue nombrado jefe del cuerpo de detectives de Nueva York. Una de sus primeras directrices fue abrir una comisaría en el Distrito Financiero de Manhattan y tender una línea telefónica de emergencia que la conectara con todos los bancos de la zona. El celo con el que sus subordinados patrullaban por Wall Street con la idea de prevenir cualquier delito le permitieron alardear años después de que nadie se había atrevido siquiera a robar un sello en su perímetro de fuego. Cualquier elogio queda pero mitigado con la revelación de que sus desvelos a la hora de defender los intereses del gran capital fueron recompensados con información privilegiada sobre el mercado bursátil que le granjearon pingües beneficios.

Byrnes compiló la Biblia de su tiempo en materia de individuos facinerosos operando en su país natal, Professional Criminals of America (1886) -un minucioso who is who de atracadores, ladrones (de bancos, de pisos, de tiendas, de carteras…), falsificadores, confidentes y demás ralea (los asesinatos eran aún escasos, gracias en parte a que las armas de fuego continuaban entrando en la categoría de artículos de lujo)-; en sus páginas constaba una detallada descripción física de cada sujeto, quién sabe si en parte señal de su probable creencia en la incipiente sistematización teórica de la eugenesia (o, mostrándonos más benévolos, en el dicho de que “la cara es el espejo del alma”), y se reproducían los llamados mug-shots (fotos de la ficha policial) que ya colgaban en la “Galería de los Canallas” dispuesta en la comisaría central, muchos de los cuales se habían obtenido debiendo recurrir a un uso excesivo de la fuerza ante la reticencia del criminal a perder su preciado anonimato.

Más allá de la ambigüedad moral detrás de la figura de Thomas Byrnes, su incuestionable dimensión histórica parte de su condición de pionero en dos métodos que revolucionarían el trabajo policial. Por un lado, fue el inventor de la rueda de reconocimiento, práctica por la cual cada mañana se colocaba en fila en una habitación a los detenidos la noche anterior para que víctimas y detectives les echaran un buen vistazo con la esperanza de incriminarlos en algún delito. Por otro lado, Byrnes entendió que un interrogatorio eficaz exigía una división en tres fases. Vaya por delante en su defensa que el comisario era del parecer que la psicología debía ser la carta de apertura. De aquí que la ronda inaugural de preguntas (llamada Primer Grado), ejecutada por el agente que había llevado a cabo el arresto, se desarrollara de forma más o menos cordial, procurando que la cortesía y la astucia doblegaran al detenido. En el caso de no obtenerse resultados, se procedía al Segundo Grado, donde entraba en juego el detective al frente del caso con la consigna de apretar las clavijas. Si persistía el silencio, era el momento de tomar medidas drásticas. Hoy cualquiera que oiga que le van a “aplicar el Tercer Grado” comenzaría a reclamar a gritos la presencia de un abogado o a mojarse los pantalones pero, por entonces, el sospechoso no debía asociar la irrupción del Boss, el propio Byrnes, escoltado por algunos de sus más forzudos subalternos, con un peligro inminente para su integridad física si continuaba siendo una tumba. Contar con la complicidad de los jueces, que acostumbraban a desoír las quejas de los abogados de la defensa ante la brutalidad empleada con sus clientes, ayudó a la normalización de la vía expeditiva.

Todo esto se cuenta en un capítulo de El crimen en Nueva York , recopilación de la crónica negra más apasionante y morbosa -sobre unos 80 casos- que ha facturado Nueva York en los siglos XIX, XX y lo que llevamos del XXI, a cargo de dos miembros del cuerpo -un teniente en activo y un detective jubilado- y de un periodista del New York Post. En primer lugar hablamos de un documento gráfico excepcional pues está maravillosamente ilustrado con fotografías de la época (lo conforman más de 250 imágenes), directamente extraídas de los fondos policiales de la ciudad. Los textos son relativamente breves y están escritos en un tono informativo, cubriendo todo tipo de delitos -asesinatos, robos a bancos, atentados anarquistas, estafas, vendettas de la mafia…- que han pasado a los anales negros de la Gran Manzana. Otro de sus puntos fuertes es que supone a su vez la crónica de la evolución de la metodología policial encargada de contener los estragos, repasando así la historia de las fuerzas de la ley desde su formación a mediados del siglo XIX a su composición actual con tecnología punta.

Entre docenas de imágenes que le agarran a uno por el pescuezo con la vehemencia que se le presupone a Byrnes y sus muchachos en la aplicación del Tercer Grado, no me quito de la cabeza la del cadáver de Beneditto Madonia embutido en un barril, que apareció en 1903 en un descampado de Little Italy, firma de la organización mafiosa la Mano Negra; ni la de Ruth Snyder -publicada el 13 de junio de 1928 en el periódico Daily News para batir un récord de ventas con 1,5 millones de ejemplares- friéndose en la silla eléctrica en la sala de ejecuciones del penal de Sing Sing, tras ser encontrada culpable de conspirar con su amante para asesinar a su marido y cobrar la doble indemnización de su seguro de vida (caso que, por cierto, inspiró a James M. Cain su novela Perdición).

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