halcón maltes

Dashiell Hammett: Una historia de palizas, dientes arrancados, un millón de dólares dilapidados y una sequía criminal

29 agosto 2012

Hace medio siglo que Dashiell Hammett fallecía de un cáncer de pulmón en la ruina más absoluta, tras haber pasado los últimos cuatro años prácticamente recluido y sin querer ver a nadie en el apartamento de Park Avenue de su paciente gran amor Lillian Hellmann (pararrayos de sus borracheras y con un incombustible don para perdonarle sus infidelidades), cuya caridad lo sustentó pues apenas contaba con una pensión militar de 130 dólares al mes concedida por problemas respiratorios. Hacía un lustro que había abandonado su último empleo como profesor de escritura creativa en la Jefferson School of Social Science en Katonah (Nueva York), donde también tuvo que recurrir a la generosidad ajena, residiendo en la casita del vigilante del cottage de un amigo. Allá guardaba tres máquinas de escribir para que le ayudaran a recordar que un día fue escritor. La capacidad de autoengaño del ser humano parece infinita, pero en su caso habían transcurrido demasiados años desde la última vez que hizo negro sobre blanco y había tenido que devolver tantos cheques en el pasado por incumplimiento de contrato que la ilusión de volver a escribir no disponía siquiera de respiración asistida. De forma que su tiempo de ocio en Katonah lo invirtió en la pesca y la lectura.

Después de ser enterrado en el cementerio castrense de Arlington (Washington), derecho adquirido por haber servido en ambas guerras mundiales aunque jamás llegara a entrar en combate, el espíritu de Hammett quizás se quedó tranquilo al comprobar 1. que su bestia negra, ese FBI que lo había investigado, multado y llevado a prisión por su activismo filocomunista, por fin lo dejaba en paz, no sin antes llamar a las oficinas del camposanto para cerciorarse de que en efecto había abandonado este mundo, y 2. que su convicción de que su obra no iba a dejar huella, por plegarse al entretenimiento en vez de servir al cambio social, quizás andaba desencaminada si la necrológica del The New York Times predecía que “sus historias seguirán siendo publicadas de aquí a muchos años”.

«Sus historias seguirán siendo publicadas de aquí a muchos años». NYTimes.

La existencia del autor de El hombre delgado, nacido en esa cuna noir que es el St. Mary´s County (Maryland) de J.M. Cain, y George Pelecanos, y que estudió en el Instituto Politécnico de la ciudad de Baltimore, otra isla negra gracias a la serie televisiva The Wire, fue una búsqueda constante de sinónimos de “inestabilidad”. En lo concerniente a su poética criminal redactar anuncios para una joyería de San Francisco puso el estilo, ese tono seco y conciso que caracterizaría su prosa, y ejercer de detective para la agencia Pinkerton sirvió el contexto. Abandonó este último empleo, que obtuvo respondiendo a un misterioso anuncio en un periódico de Baltimore que rezaba "los huérfanos tienen preferencia" y que le remordió la conciencia y transformó en un beligerante izquierdista el resto de su vida al tener que pasar informes sobre líderes de huelgas obreras, tras contraer una gripe española que degeneró en tuberculosis mientras ejercía de sargento de una unidad de ambulancias en la Primera Guerra Mundial.

Aterrizaron los años 20 y se sentó a escribir. El dios Apolo pareció jugar con él y le concedió diez años de gloriosa inspiración y de éxito, para luego quitárselo todo. En 1934 Dashiell Hammett ya había completado lo mejor de ese corpus policíaco hard boiled que lo convertiría en un clásico, cinco novelas y veintitantos relatos, en su mayoría seriado en la revista pulp Black Mask. Los 27 años que le quedaban por delante adquirieron las formas de un agónico, patético e interminable combate de boxeo entre las ansias de recuperar su don fugaz y su mala cabeza. Perder asalto tras al asalto lo lanzó en manos de la botella, las prostitutas, el derroche y el lujo. Dilapidó un millón de dólares y probó a entrenarse firmando guiones en Hollywood y un cómic para William Randolph “Citizen Kane” Hearst que sólo le trajeron deudas. Intuyendo que jamás recuperaría el swing literario quiso redimirse por la vía política. Primero combatiendo el fascismo, por lo que intentó alistarse en el ejército con 48 años. Al ser rechazado por su mala dentadura, se hizo quitar todos los dientes y consiguió un puesto de sargento en un remoto punto de las Islas Aleutianas (en Alaska) donde editó un exitoso periódico para las tropas ahí destinadas, The Arkadian. Luego radicalizaría sus posturas de izquierda y sería escogido presidente de la comunista Civil Rights Congress, organización considerada subversiva por el FBI. Al negarse a convertirse en delator, los tribunales de McCarthy lo metieron entre rejas por desacato, vaciaron sus bolsillos por supuestos impuestos impagados y sus libros fueron eliminados de las biblioteca americanas en el extranjero.

Nada de esto importa ya. Lo único verdaderamente crucial para sus lectores fue que una noche a finales de los años 20 Dashiell Hammett estaba vigilando para Pinkerton a un individuo que avanzaba por las calles de San Francisco sin darse cuenta que este tenía un socio que a su vez lo iba siguiendo a él. De repente, se vio lanzado a un callejón oscuro, donde le propinaron un fuerte golpe en la cabeza con un ladrillo y le amenazaron de muerte si no dejaba de meter las narices donde no debía. Lo que el inminente escritor desarrolló a partir de este momento de angustia está facturado con el mismo material del que se fabrican los halcones malteses, el de los sueños negros.

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