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Los hombres que sí amaban a las mujeres

18 marzo 2019

Tradicionalmente el género negro escrito por hombres ha reflejado a conciencia un punto de vista masculino, empezando por la concesión de las riendas de una investigación a detectives o policías muy machos, y siguiendo con el desplazamiento de las mujeres hacia papeles asociados al objeto romántico-sexual, bien desde la inocencia (reduciéndolas a víctimas o a damiselas en apuros que recompensan los desvelos del protagonista entregándole su corazón y su cuerpo) o desde la perversión, modelo archienemiga o femme fatale (donde vuelve a aparecer el sexo, si bien esta vez no como ofrenda sino como ardid). Buena parte de las ficciones detectivescas de la primera mitad del siglo XX -e incluso un poco más allá, bien entrados los años 60- incluyen algún elemento misógino que, desde la perspectiva actual, merecería una repulsa generalizada, cuando no una demanda judicial. Menos gravoso, pero también sorprendente, es que en ese periodo ningún escritor de gran altura cincelara una heroína que haya alcanzado la condición de clásico. Dicho de otro modo, Philip Marlowe, Sam Spade, Maigret, Lew Archer y compañía mean todos de pie.

Sin embargo, la situación está cambiando. Tras haber desparasitado sus novelas de cualquier residuo machista (por norma general ya que siempre quedan adalides de la testosterona pura), un considerable número de autores masculinos de novela negra llevan unos pocos años cimentando sus obras -o abriendo ciclos en paralelo a los ya asentados- en torno a personajes femeninos. Sería bonito achacar el fenómeno a la madurez personal o a la impregnación temprana de las corrientes progresistas que han cristalizado en movimientos como Me Too o Time´s Up, pero uno tiene la sospecha de que la popularidad global de Lisbeth Salander, la hacker salida de la imaginación de Stieg Larsson, despertó en más de uno repentinos sentimientos de paridad. En cualquier caso, bienvenidos sean los aires de cambio.

Dean Koontz, uno de los autores más vendidos del planeta y gran gurú del thriller con toques terroríficos, se ha incorporado a la corriente moldeando a una agente del FBI, Jane Hawk, con más recursos que James Bond y Jason Bourne juntos en su, por ahora, tetralogía sobre los usos terroríficos de presuntos avances científicos, de la que RBA publica ahora el título inaugural: La red oscura. En sus páginas vemos cómo la heroína, especializada en la captura e interrogatorio de asesinos en serie, solicita una excedencia del cuerpo para investigar por su cuenta una misteriosa e inexplicable cadena de suicidios a lo largo y ancho del país, ente los que se ha contado su pareja.

Las amenazas de muerte de origen desconocido y la sospecha de que su propia agencia puede estar implicada fuerzan a Hawk a moverse bajo el radar, cambiando de identidad y apariencia, vigilando sus espaldas constantemente, utilizando teléfonos desechables, no pernoctando dos noches en el mismo lugar, desconfiando de todo el mundo… Por lo tanto, uno de los aspectos más interesantes que plantea la novela es cómo borrar las huellas de uno, devenir un fantasma, en un mundo hiperconectado y en el que la tecnología ha alcanzado unos niveles de sofisticación y omnipresencia que someten al ciudadano a una vigilancia tan asfixiante que ni diez George Orwells podrían haber concebido.

La función, en cualquier caso, pertenece por entero a Jane Hawk, una wonder woman, dura pero con un punto sensible, que clama a gritos una adaptación cinematográfica o televisiva, y que en un golpe de humor impagable del libro se hace llamar Ethan Hunt, como el líder del equipo de Misión Imposible. En definitiva, una feliz inversión de los roles de género con una mujer rebosante de fuerza y astucia que va neutralizando a cuantos obstáculos masculinos (modelos patriarcales) salen a su encuentro.

Antonio Lozano

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