Por Antonio Lozano

¿Por qué nos fascinaba tanto que una minúscula mancha de mermelada de frambuesa en un rincón imperceptible de la solapa de una americana permitiera a Sherlock Holmes conocer los orígenes de su dueño y reconstruir sus pasos en las últimas 24 horas? Básicamente porque estaba actuando como una máquina. Los superpoderes del detective de Conan Doyle –varios peldaños evolutivos por encima de otros genios de la deducción como Dupin o Poirot- fueron, en cierta medida, los predecesores naturales de las sofisticadas herramientas científicas con las que hoy se lucha contra el crimen. Dicho de otro modo, todo aparato mecánico necesita de un modelo humano del que aspira a convertirse en una versión más productiva, rápida y eficaz. La mente de Holmes supuso ese modelo para los equipos técnicos de los que disfruta la tropa de C.S.I y compañía.

En consecuencia, los que acompañaban al oriundo de Baker Street a la escena del crimen y, entre el desconcierto y el asombro, asociaban su pormenorizada interpretación de la misma con una facultad más allá de los límites de una criatura de carne y hueso estaban dando en el clavo. Siempre, claro está, que no atribuyeran el don del sabueso a causas sobrenaturales, ¡craso error!, pues si algo caracterizaba a este era todo lo contrario: su pureza maquinal. En los tiempos de Conan Doyle no se había acuñado todavía el término cyborg porque, de haberse hecho, es plausible imaginar al escritor poniendo dicho calificativo en boca de alguno de sus personajes, quizás un inspector jefe envidioso que sospechara de la existencia de componentes tecnológicos en el cerebro de Sherlock Holmes para explicar su ofensiva superioridad.

La minuciosa recolección de pruebas que lleva a cabo hoy la policía científica se simplificaba en el caso de Holmes con un mero barrido visual. Una vez reunidos los datos, la primera los envía al laboratorio para ser procesados, mientras que el segundo se encierra en su estudio a descifrarlos y conectarlos, recurriendo al violín en el caso de atasco. La diferencia entre unos y otros es la que hay entre el revelado manual de un carrete fotográfico del acto de descargar un archivo digital. Con todo, la espera y el respeto al veredicto empírico e irrefutable son comunes a ambos procesos, tal y como refleja este dictum del protagonista de El perro de los Baskerville: “Es un error capital el teorizar antes de poseer datos. Insensiblemente, uno comienza a deformar los hechos para hacerlos encajar en las teorías en lugar de encajar las teorías en los hechos”.

La reciente producción televisiva de la BBC Sherlock, con un Holmes 2.0 establecido en el Londres actual y con la tecnología punta a su alcance, abría dudas estimulantes: ¿cómo iba la máquina humana a interactuar con la tecnología de última generación? ¿Quedaría obsoleta o seguiría teniendo sentido? ¿Claudicaría o se mantendría en sus analógicos trece?

Todo y que el detective interpretado por Benedict Cumberbacht cuenta con un smartphone y se deja caer (esporádicamente y con aire desganado) por los laboratorios, continúa siendo una criatura autosuficiente gracias a su privilegiada red de conexiones neuronales. En medio de la Edad de Silicio en la que se ha instalado la mayor parte de la narrativa televisiva negrocriminal, él permanece fiel a sus orígenes literarios negándose a abandonar su condición de sabueso de la Edad de Hierro.

Su intuición -ese principio tan caro al budismo zen y que paradójicamente guió las decisiones de uno de los hombres que por sí solo más hizo de cara a transformar el mundo en una gigantesca interfaz, Steve Jobs- es soberana sobre cualquier iniciativa o conclusión de la policía, relegada a un segundo plano por mucho que cuente con medios teóricamente infalibles del siglo XXI. Si antes la pedantería y la suficiencia del personaje satisfacían el deseo del público de que un civil ridiculizara a unos vencidos agentes de la ley, ahora a su última reencarnación se le celebran estos desaires por desafiar una autoridad mucho más temible: la tecnología deshumanizadora. Porque Sherlock Holmes avanzó lo que harían las máquinas, pero siempre fue de los nuestros y, en un momento en que estamos más unidos que nunca a aquéllas, le agradecemos que nos recuerde que todo empezó con nosotros.

PD: Hay un aspecto en el que la serie Sherlock, creada por Steven Moffat y Mark Gattis, parece alinearse con todos aquellos que se preguntaban si el detective no sería una criatura sobrenatural, lo que acentúa lo maravillosamente retrógrada que puede llegar a ser, pese a lo cool de su puesta en escena y su montaje frenético. La capacidad que sus autores le han otorgado a Sherlock Holmes de reconstruir la comisión de un crimen trasportándose a sí mismo y a otros al escenario de su ejecución, desplazándose a su antojo por él, entra sin duda en las prerrogativas de un dios. Aquí un ejemplo: 

 

 

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