Un sueco de verdad, Ekström, que compartía habitación conmigo en la residencia universitaria, fue quien me dio a conocer este libro. Me regaló una edición barata, de bolsillo, en cuya portada aparecía la foto cutre de un individuo enfundado en una gabardina, que lucía gafas de sol de estilo mod y apuntaba a la cara del lector con una ametralladora. Esto sucedió en 1979. Por entonces, yo solo leía gran literatura (Shakespeare, Kafka, Goethe) y aunque podía perdonar a Ekström por no advertir que me había convertido en una persona seria, lo cierto es que no sentí ni el más mínimo interés por leer un libro con una portada tan escabrosa. Solo al cabo de muchos años, una mañana que estaba en cama, enfermo y demasiado débil para enfrentarme a Faulkner, Henry James y gente por el estilo, volví por azar a echar mano al libro. En esa época, yo estaba casado con una mujer que también se dedicaba a escribir, e invertía buena parte de mis energías en la obsesiva tarea de evitar resfriados, hasta tal punto que me lavaba las manos de forma compulsiva y llegué a inventar un pequeño gesto privado, para recordar a mi mujer que antes de llevarse las manos a los ojos debía limpiarlas de gérmenes. La razón de todo esto era que cada vez que cogía un catarro era incapaz de escribir y de fumar, y cuando era incapaz de escribir y de fumar no lograba sentirme inteligente, puesto que sentirme inteligente constituía mi única defensa frente al mundo. Pues bien, ¡qué consuelo más perfecto resultó ser El policía que ríe! Después de conocer al comisario Beck perdí para siempre el miedo a los catarros (y mi mujer, a su vez, dejó de sentir miedo ante mi malhumor, cada vez que cogía uno). Y es que, desde ese momento, los catarros quedaron asociados al lúgubre y divertido mundo de la policía criminal sueca. Diez eran, en total, las novelas negras de Martin Beck, todas ellas dignas de ser leídas de cabo a rabo durante el peor día de dolor de garganta. Mi entrega favorita, la que leía más a menudo, era El policía que ríe. Sus autores, el feliz matrimonio deMaj Sjöwall y Per Wahlöö, conseguían casar en ellas la satisfactoria sencillez de la novela de género y el aliento tragicómico de la gran literatura. En sus libros el bello y hábil trabajo de la investigación detectivesca se combina con poderosas y puras evocaciones del tipo de sufrimiento que tanto ansía la gente con dolor de garganta.

«El tiempo era horrible», nos informan los autores en la primera página de El policía que ríe. E igual de horrible seguirá siendo durante toda la obra. El suelo de la jefatura de policía «aparecía cubierto de suciedad», y quienes lo ensuciaban estaban «empapados de sudor y lluvia». La acción de uno de los capítulos se desarrolla durante «un miércoles repulsivo». Otro comienza: «Lunes. Nieve. Viento. Un frío de todos los demonios». Y lo que vale para el tiempo vale también para la sociedad en general. La visión negativa que tienen Sjöwall y Wahlöö de la Suecia de posguerra, tema recurrente en todas sus novelas, alcanza extremos delirantes en El policía que ríe. El invierno sueco es indefectiblemente un asco, los periodistas suecos son indefectiblemente sensacionalistas y estúpidos, las caseras suecas son indefectiblemente racistas y codiciosas, las autoridades policiales suecas miran indefectiblemente por su propio interés, la clase alta sueca es indefectiblemente decadente o depravada, los manifestantes pacifistas suecos son indefectiblemente perseguidos, los ceniceros suecos están indefectiblemente llenos a rebosar, el sexo en Suecia es indefectiblemente sórdido o repulsivamente crudo y las calles suecas en período navideño constituyen indefectiblemente una pesadilla. Cuando el inspector Lennart Kollberg consigue por fin una tarde libre y se sienta a tomarse un buen trago de aguardiente, el lector sabe con seguridad que su teléfono está a punto de sonar con algún asunto urgente. Es probable que el Estocolmo de los años sesenta tuviese su buena dosis de fealdad y frustraciones, pero la fealdad absoluta y la frustración absoluta que se describen en la novela son, evidentemente, exageraciones cómicas.

Huelga decir que el modélico sufridor del libro, Martin Beck, no le ve la gracia al asunto. Es más, si algo hace de esta novela una lectura tan reconfortante es precisamente su negativa a reconfortar al protagonista. Cuando sus hijos, el día de Navidad, pinchan en el tocadiscos una grabación de la canción El policía que ríe, en la que Charles Penrose suelta enormes carcajadas entre verso y verso, Beck escucha serio como una tumba mientras sus hijos ríen sin parar. Beck se suena la nariz y estornuda —arrastra un catarro aparentemente incurable— sin dejar de fumar su tabaco malo, marca Florida. Es un hombre caído de hombros y de tez grisácea, mal jugador de ajedrez. Padece úlcera, toma demasiado café («para empeorar las cosas») y duerme solo en el sofá del cuarto de estar (para no tener que vérselas con su mujer, una auténtica tarasca). En ningún momento contribuye de forma espectacular a la aclaración de la matanza cometida en el segundo capítulo del libro. Su única aportación valiosa consiste en descubrir qué viejo caso archivado estaba investigando un joven colega fallecido. Pero olvida comentar este dato con los demás y, por no registrar a conciencia el escritorio de su difunto colega, hace que su equipo de trabajo pase por toda una serie de contratiempos, que se prolongan durante mes y medio y bien hubieran podido evitarse. En este libro, su intervención más digna de mención no viene a resolver un crimen sino a evitar otro, quitando las balas del cargador de una pistola.

Un rasgo llamativo de Sjöwall y Wahlöö, como autores de novela de intriga, es el insobornable distanciamiento que mantienen frente al protagonista. Dejan que Martin Beck sea un policía de verdad, lo cual significa que no caen en la tentación de convertirlo en rebelde romántico, héroe inadaptado, genio en la resolución de enigmas, bebedor interesante, benefactor anónimo o cualquier otra máscara autocomplaciente, de esas que los autores de novela negra suelen proyectar sobre sus protagonistas. Beck es cauteloso, retraído, flemático y, en general, poco literario. Sin embargo, Sjöwall y Wahlöö, al representarlo con comprensión no exenta de rigor, hacen justicia a la realidad del trabajo policial. Es verdad que a veces se permiten ciertas libertades con los personajes secundarios, especialmente con Lennart Kollberg, hombre «sensual» y que odia las armas, en cuyas diatribas izquierdistas resulta difícil no percibir la voz y las opiniones de los propios autores. Pero Kollberg, significativamente, es el detective que más extraño se siente dentro del departamento de policía. En una entrega posterior de la serie acabará incluso abandonando la policía, mientras que Martin Beck, fiel a su deber, continuará subiendo en el escalafón. Aunque se ha insistido mucho —y con razón— en que la pretensión de Sjöwall y Wahlöö, en los diez volúmenes que componen la serie, era trazar el retrato de una sociedad moderna y corrompida, no menos impresionante resulta el modo en que, libro a libro se nos va revelando cuán obstinadamente Otro es el mundo en que se desarrolla el trabajo policial.

Mientras la matanza sigue sin resolverse, Beck no puede dejar de sentirse abatido. Él y sus colegas investigan miles de pistas inútiles, van de puerta en puerta desafiando gélidos vientos, aguantan los improperios que les dirigen todo tipo de necios y sádicos, emprenden largos y sufridos viajes en coche por carreteras invernales, se tragan un número inimaginable de indigestos informes. Hacer trabajo policial es, en una palabra, sufrir. Los lectores, que no somos Martin Beck, podemos reírnos de lo horrible que resulta dicho mundo y de su espantosa capacidad para infligir sufrimiento a los detectives. Para los lectores, el libro es un entretenimiento de principio a fin. Con todo, son precisamente esos sufridos maderos quienes consiguen el bello resultado final: la aclaración simultánea de un crimen viejísimo y de otro reciente, espantoso, resolución que se articula en torno a un delicioso motivo de recóndita erudición automovilística y que viene preludiada por las palabras que, uno tras otro, van repitiendo todos los testigos: «Eso mismo me preguntó él». El policía que ríe atraviesa la fealdad del mundo real para alcanzar finalmente la belleza autosuficiente del trabajo policial bien hecho. El libro se nutre de la tensión entre la visión antiutópica de los autores y el optimismo propio del género. Cuando Martin Beck finalmente ríe, en la última página, lo hace al advertir cuán innecesario ha sido todo el sufrimiento. Y cuán irreal.

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