Asesinos en serie y comida basura

26 agosto 2012

Me sorprende encontrar en una estación de metro un anuncio de una cadena de comida rápida que utiliza la imagen de Hannibal Lecter como reclamo, se entiende que por su apetito voraz. A estas alturas casi nadie puede escandalizarse por la explotación comercial de un psicópata-sociópata pero, más allá de una cuestión de posible mal gusto, la afición al canibalismo del personaje se antojaría contraproducente a la hora de vender hamburguesas de una calidad tradicionalmente cuestionada. Y hay más, las preferencias gastronómicas de Lecter basculaban entre los órganos humanos especiados y los manjares más exquisitos. Convendríamos que estos últimos no despiertan una asociación inmediata con menús grasientos e hipercalóricos. Formulado de otra manera, ¿recurriríamos a un cura católico para vender toallitas para niños? ¿Y a Fèlix Millet para colocar préstamos hipotecarios?

Las citadas incongruencias en torno al monstruo creado por Thomas Harris son las últimas de toda una serie de deformaciones que ha sufrido la figura del asesino en serie en su conversión en material literario y cinematográfico. Es curioso cómo el Mal, que en su encarnaciones reales se caracteriza por esa banalidad que explorara Hannah Arendt, recibe con frecuencia en la ficción atributos intelectuales y artísticos, ya sea porque es aficionado a la ópera o a los clásicos literarios, o porque posee una creatividad exacerbada. (En los debates sobre la glamourización de la violencia por lo general sólo se condena su despliegue visual en clave esteticista, léase el cine de Tarantino o John Woo, pero no el empeño por sofisticar las aficiones de los personajes que la practican de manera enfermiza).

Los estudiosos de la figura del asesino en serie (AES a partir de ahora), también conocidos como profilers, revelan un panorama muy diferente desde su profesionalización en los años 60. Crudo, espeluznante, de puro terror.

El AES padece un impulso irrefrenable por matar, es un yonqui que depende de la muerte ajena como el heroinómano de la jeringuilla. Encerrado en la confortable y distorsionada fortaleza de su soledad desarrolla una fantasía de poder y dominación que corrija la impotencia de no haber podido establecer relaciones sociales ni triunfar laboralmente, paliando su subterránea autoestima. Los traumas infantiles y daños cerebrales en el lóbulo frontal son frecuentes. Sus víctimas reúnen un valor simbólico del que su propio verdugo es inconsciente. Pueden representar amenazas (recuerdan al que los maltrató de niño), vehículos para canalizar conflictos no resueltos (por ejemplo, una homosexualidad latente) o incluso suicidios inconscientes (el miedo a matarse a uno mismo se libera matando al otro).

El AES suele desarrollar una conducta compulsiva, necesita vivir en un ambiente ordenado y limpio, ejerciendo un control férreo sobre el entorno. De aquí que planifique y ejecute sus crímenes con cálculo y frialdad. Pese a estar imposibilitado para vivir en compañía, es capaz de ofrecer una imagen de normalidad durante cortos períodos de tiempo, adaptando su conducta al ambiente preciso (lo que explicaría el cliché de “era un vecino ejemplar, un compañero de trabajo encantador”). De aquí que la descripción canónica del mismo se encuentre en las páginas de un libro de 1941 titulado The Mask of Sanity.

Un célebre estudio llevado a cabo por el FBI mostraba aspectos intrigantes como que los AES viajaban con mucha frecuencia un año o varios años antes de que empezaran a derramar sangre, si bien, tras cometer un asesinato, siempre se iban directamente a casa. También indicaba que casi todos ello eran los hijos mayores de familias con dos o tres hermanos.

Los Hannibals de este mundo –a comienzos de los 90 seguían unos treinta sueltos sólo en Estados Unidos- pueden ser astutos y poseer una inteligencia por encima de la media, pero su macabro botín se sitúa de media entre las ocho y las quince personas antes de cometer un error que conduce a su captura. Que beban chianti mientras escuchan Rigoletto ya entra dentro del reino de la imaginación. Lo más probable es que sean clientes asiduos de establecimientos de comida basura, por lo que confieso que hasta estas últimas líneas no he entendido lo acertado de aquel anuncio del metro.

 

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