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El triunfo de las novelas de espionaje: Los autores

08 julio 2013

Hemos asistido a dos estrategias básicas: apelar a la nostalgia o colocar la lente sobre el más rabioso presente. Un espionaje que se vuelca en los métodos de la vieja escuela y en el mundo anterior a la desintegración del bloque comunista, otro que se decanta por el actual panorama de intrigas internacionales y por un mundo definido por el capitalismo global y las posibilidades de la tecnología. En su calidad de maestro de maestros, de viejo zorro de un género que ha ido innovando con cada nuevo libro, definiendo su evolución y, por tanto, dando testimonio de las sucesivas alteraciones en los campos de fuerzas geopolíticas desde la Guerra Fría hasta nuestros días, John Le Carré supone la referencia indiscutible. Sólo por el hecho de haber sido abandonado por su madre y descubierto de adulto que su padre era un estafador, albergaba motivos para interesarse por aspectos tan afines al espionaje como la traición y la mentira, pero más crucial que esto fue su condición de agente del MI6, especialmente su paso por Berlín en los años 70. Le Carré se suma a una generación de pioneros que batieron personalmente los huevos antes de hacer la tortilla. A ella pertenecen, entre otros, Ian Fleming, padre del agente secreto más famoso del planeta, James Bond, que sirvió en la Inteligencia Naval Británica, Somerset Maugham, cuyos relatos fundacionales Ashenden, publicados en 1928, estuvieron precedidos por un breve paso por el Servicio de Inteligencia Británico durante la Revolución Rusa, y de Graham Greene, ya que el autor de El tercer hombre acató las órdenes directas del futuro desertor a la URSS Kim Philby en la Subsección de Asuntos Ibéricos, ocupación, dicho sea de paso, que calificó de "estúpida y absurda".

Aquí habría que realizar un alto en el camino para citar a otro clásico que, sin embargo, rompe con esta norma de “cocinero antes que fraile”. Amén de artista del music hall, ingeniero y redactor publicitario, Eric Ambler fue un feroz anticomunista y un combatiente en la Segunda Guerra Mundial dentro del cuerpo de artillería británico, pero no formó parte de ningún servicio de inteligencia. Quizás por eso algunas de sus mejores novelas de espías (y también policíacas o de intriga), caso de La máscara de Dimitrios o Peligro extremo, ambas publicadas por RBA, están protagonizadas por individuos que se ven arrastrados de forma accidental a la arena de los mensajes codificados, los agente dobles y las identidades falsas. La primera de las citadas, por cierto, estuvo inspirada en el magnate y traficante de armas Sir Basil Zaharoff, que también moldeó para Hergé el personaje de Basil Bazaroff, el malo malísimo del álbum de Tintín con mayores vínculos al mundo el espionaje: La oreja rota. La alargada sombra de La máscara…planeaba asimismo sobre en una de las películas más populares de los años 90, Sospechosos habituales de Bryan Singer, donde el fantasmagórico Kayser Sozé estaba fabricado con los mismos materiales que el camaleónico Dimitiros. Ambler, por cierto, dejó unas memorias muy divertidas desde su bien irónico título, Here Lies, y una gran frase para sintetizar el motor de sus obras: “No es tan importante quién apretó el gatillo, sino quién pagó las balas”.

De regreso a John Le Carré, quien reconoció en Ambler a su mayor influencia, el padre del mítico agente de la inteligencia británica George Smiley y de su némesis, el espía ruso Karla – brillantemente resucitados por el cine en 2011 en El topo de Tomas Alfredson‐, reflejó como nadie el juego de dilemas morales y de faroles planteado por la Guerra Fría en los años 70. A través de su mirada, el empleo de espía se somete a un concienzudo proceso de desmitificación. "Los servicios de inteligencia no son más que el brazo izquierdo de la sana curiosidad gubernamental. Una tarea periodística, solo que realizada en secreto" comentó en una entrevista el escritor. La fastidiosa sensación de ser gregarios o marionetas de sus superiores y el postrero desencanto hacia su trabajo son recurrentes en los antihéroes de Le Carré, con Smiley y Alec Leamas, alias El espía que surgió del frío, a la cabeza.

Tras la caída del Muro de Berlín, el autor buscó nuevos enemigos y, sin abandonar las encrucijadas morales, sí dio un giro marcadamente denunciativo de su prosa. De la ambigüedad que demandaba la política de bloques pasó a cargar las tintas sobre las peores lacras del tramo final del siglo XX, mostrando por el camino la degeneración del oficio. Porque mal están las cosas cuando, desaparecida la figura del espía profesional, la Inteligencia Británica fuerza a un sastre afincado en Panamá a ejercer como tal, caso de Harry Pendel, judío del East End con antecedentes penales y esposa muy legal, para abortar la devolución del canal (El sastre de Panamá), o recluta a un editor británico, Barley Blair, de cara a autentificar unos cuadernos con presuntos secretos militares en manos enemigas (La Casa Rusia). Y si el tráfico de armas atravesaba Night Manager y Single&Single, y la rapacidad de las empresa farmacéuticas contaminaba El jardinero fiel, Amigos Absolutos lanzaba toneladas de bilis sobre la, por entonces, aún coleante invasión de Irak. John Le Carré ha publicado recientemente su última novela, A Delicate Truth, que es todo un signo de los tiempos al versar sobre una operación de contraterrorismo encaminada a secuestrar a un traficante de armas yihaidista en Gibraltar.

En cierta manera, Dan Fesperman recogió esta vena acusatoria de los turbios tejemanejes de la política internacional y la condujo hasta los Balcanes en El barco de los grandes pesares (RBA), donde un antiguo policía de Sarajevo se veía inmerso en la misión de llevar frente al Tribunal Internacional Para Crímenes de Guerra de la Haya a uno de los responsables de la matanza de Srebrenica para acabar destapando los sombríos tejemanejes entre la inteligencia croata y estadounidense. Fesperman prosiguió esta línea combativa con el thriller El prisionero de Guantánamo (RBA), mientras que en sus últimos trabajos, caso de The Double Game o The Arms Maker of Berlin, ha entrado 100% en territorio espía.

Hay otros autores, en cambio, más centrados en jugar lo que podríamos calificar de “carta de la nostalgia”, en proponer un viaje a los prototipos y escenarios clásicos con una mirada impregnada de romanticismo y unas gotas de glamour. Este es el caso de Joseph Kanon, quien en El buen alemán (RBA) hacía coincidir en el Berlín recién tomado por las fuerzas de ocupación a un periodista estadounidense, al cadáver de un soldado de su mismo país y a una bella mujer de su pasado, dispuesta a confundir todavía más la situación. Los fantasmas de Casablanca y El tercer hombre, entre muchos otros, sobrevolaban una intriga con fuertes notas sentimentales y así lo entendió el cineasta Steven Soderbergh al filmarla en un suntuoso blanco y negro. La más reciente novela de Kanon, Estambul (RBA), también desborda clasicismo. En sus páginas conocemos a un expatriado estadounidense que ejerció de correo de los aliados, Leon Bauer, enfrentándose a un último encargo que saldrá sanguinariamente mal (¡cómo no! un buen puñado de las novelas de Le Carré versan sobre una misión segura y conclusiva que evidentemente deviene caótica y trágica). El libro parece guiñarle un ojo (u ojo y medio) a Viaje al miedo (RBA) de Eric Ambler, también ambientada en Estambul, si bien en 1940, en la que un fiambre de nuevo pone patas arriba la vida de un extranjero anglosajón, sujeto superado por las circunstancias que deberá discernir entre amigos y enemigos si no quiere acabar tomando el mismo camino de la morgue.

No hay ninguna duda que el que ha llevado más lejos la estrategia de romantizar la novela de espías, de escribirla en blanco y negro, de perfumarla con mujeres fatales, de colocar de fondo una banda de swing, de animar a leerla con un vaso de bourbon en una mano y un Gauloise en la otra ha sido Alan Furst. Especializado en novela histórica de espías (Reino de sombras, La sangre de la victoria, Un oscuro viaje, Los espías de Varsovia…), este estadounidense es de los que conocen al dedillo la cronología de las maniobras del NKDV y a los que se le ilumina la mirada cuando hablan de cómo todos los futuros líderes partisanos de la Resistenza Armada lucharon en España con las Brigadas Internacionales. De joven leyó a autores como Unamuno o Calderón de la Barca, peinó los escenarios bélicos de Europa y fue profesor de poesía norteamericana en la Universidad de Montpellier. De mayor se ha convertido en una de las referencias internacionales del género literario de espías porque se pasea con elegancia y ritmo por los intrigantes años 30 y 40, combinando astutamente los ingredientes justos de romance y sacrificio, sexo y drama, aventura y pathos. Sus novelas cuidan los detalles, cincelan atmósferas, rezuman cosmopolitismo y clase, a base de exprimirle al periodo de entreguerras todo su excitante y sofisticado romanticismo

Y así llegamos hasta Olen Steinhauer, que se aparta de todos los citados hasta el momento para jugar en una liga propia, creador de un tipo de novela de espías 2.0, arraigada en el frenético y neurótico panorama actual, que no puede renunciar al cinismo que nos embarga ni se sonroja si por momentos ha de echarle miraditas al modelo action man de un Robert Ludlum y su Jason Bourne. El ciclo de su agente Milo Weaver entronca con la popular serie Homeland –y antes con 24 o Rubicon‐ o con películas como Zero Dark Thirty en que lanza sus redes sobre las operaciones más secretas y abusivas de la CIA en la lucha contra el terrorismo, es decir, mete las narices en los trapos sucios de la superpotencia. El personaje trabaja para una sección clandestina de la agencia, llamada Turismo, que se encarga directamente de eliminar bajo el más absoluto secreto e impunidad a sus objetivos. En El Turista (RBA) nos lo sirvieron ya de entrada completamente machacado emocional y físicamente por su tan impecable como oscura hoja de servicios. Otras formas de desafiar a las cartas de presentación al uso fueron que Weaver no sólo acaba comprendiendo al enemigo sino que sus teóricos aliados, la CIA y Homeland Security, lo querían ver dentro de una bolsa. Añádanse a la mezcla políticos republicanos orquestando matanzas en Sudán con la complicidad de las más altas esferas y la venta de secretos de Estado a China y los boletines informativos parecen estallar frente a los ojos del lector mientras sus niveles de adrenalina no dejan de bombear.

El desencanto y la desconfianza son las mismas que Le Carré y el peligro tan tangible como en Ambler, pero aquí no hay cabida para el glamour de un Kanon o los tonos pastel de un Furst, solo para el sarcasmo y la neurosis. El propio Weaver descubre que ni siquiera él sabe bien para quién trabaja, cuántos tentáculos posee la organización, cómo se articula la bestia. El mundo del espionaje, como la vida misma, se ha vuelto demasiado complejo, burocratizado, tecnificado, una selva de datos imposible de descodificar.

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