Ha acabado la II Guerra Mundial y Estambul se despereza de las sombras concurridas por espías. Espías que tomaban nota de los mercantes que cruzaban el Bósforo y los Dardanelos. Espías que habían librado su particular “guerra de cócteles” en restaurantes como el Abdullah’s, en el bar del hotel Park –el antiguo consulado alemán– o “en esas recepciones donde los bandos enfrentados se alineaban a cada lado de la habitación”. Todos tejiendo redes, vigilándose los unos a los otros, y el Emniyet, el servicio de seguridad nacional turco, vigilándolos a todos. No le pegaban un tiro a nadie.

Esa guerra ha terminado. Y a Leon Bauer le parece que todo ha vuelto a ser soporífero. Leon es un agente independiente, que oficialmente solo es un norteamericano comprador de tabaco para la exportación. Realmente trabaja para su amigo Tommy King, al frente en Estambul de Commercial Corp., la compañía que usa de tapadera en el consulado de EE. UU. “Era solo un norteamericano echando una mano en vez de perder el tiempo en el club, emborrachándose con los de Socony y Liggett & Myers y Western Electric; los hombres, intercambiables, afortunados ejecutivos que no iban al frente”.

Joseph Kanon (Nanticoke, Pennsylvania, 1946) es el gran nombre contemporáneo de las novelas de espionaje, siempre enmarcadas en ese escenario histórico lleno de sombras inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Desde Graham Greene, solo un John Le Carré, quizás un Alan Furst, han sabido trasmitir esa otra guerra, esa atmósfera de amor y espionaje que Kanon reconstruye con rigor y ritmo.

En esa nueva guerra –la que siguió a 1945 en Estambul– se ayuda a que los judíos alcancen Palestina, pero también se pone a salvo a los nazis, a los asesinos. Ahí están Tommy y Leon, en la barra del Park, planeando el traslado de un rumano. Jianu. Ese es su nombre. Un carni¬cero del campo de Străuleşti. Pero Leon no sabe quién es. Ni lo quiere saber. Solo le llama Johnny. De luchar contra los nazis ha pasado a ocultarlos. Así es la guerra, así es la paz. Hasta que al recogerlo del barco pesquero en el puerto de Bebek llegó el tiroteo. Eso nunca debía de haber ocurrido…

“Durante el espacio de un segundo o menos, Leon se quedó mirando fijamente la pistola, alargando la mano para cogerla como si tuviera miedo de que le mordiera, un lagarto gris salpicado de sangre, un ser vivo […]. Entonces, por instinto, apuntó el arma, disparó, oyó otro gruñido, y esa vez, además, el chasquido del hueso cuando una cabeza golpeó el pavimento”.

Tommy. La cabeza de Tommy King. El amigo. El protector. No. No debía haber ocurrido. ¿Qué hacía Tommy disparando contra el propio nazi que había ayudado a escapar de Rumanía? Porque esas balas iban dirigida a él… a Johnny, a Alexei, a Jianu, como quiera que se llame… “Es un verdugo”, dice Mihai, el hombre del Mossad le Aliyah Bet (Comité para la Inmigración Ilegal), amigo inseparable de Leon en aquella aventura.

Kanon siempre busca ir más allá. El trasfondo de los horrores de Străuleşti, el hundimiento del Struma, el heroico trabajo de Ira Hirschmann para la Junta de Refugiados de Guerra rescatando judíos europeos y los esfuerzos infatigables a través de Estambul del Mossad le Aliyah Bet (Comité para la Inmigración Ilegal) son los recovecos históricos hacia los que el autor norteamericano dirige la mirada del lector contemporáneo.

Los rumanos también establecieron campos de exterminio: los únicos que no fueron gestionados directamente por los alemanes. “Creemos que mataron a cerca de doscientas mil personas. Todo un récord. Mis compatriotas”, explica Mihai. “Es un nazi”. “¿Cómo va a ser un nazi?”. “Es un nazi rumano”. Jianu. El hombre por el que había matado a Tommy.

Leon necesita pensar. ¿Qué hace con Jianu? ¿Qué hace sin Tommy? Pero antes exige una respuesta nada fácil de responder en aquel nido de espías que aún era Estambul: ¿Quién era realmente Tommy?

“Sacó dos pasaportes. En uno, Tommy era Donald Price, de Rhode Island; en el otro, Kenneth Riordan, de Virginia. Sellos de entrada en Turquía, pero nada más. Nunca había salido del país. En la contracubierta de cada pasaporte había una tira estrecha de papel. Otro código de Tommy, pero esa vez no era alfabético. DZ2374, AK52330. Leon se quedó mirándolos, intentando hallar una clave, pero no se le ocurrió nada. Todo ello parecía absurdo. Estaba sentado a un escritorio con un cajón boca abajo, mirando unos números sin sentido. Pero tenían que tener algún sentido para Tommy. Un hombre con pasaportes que no viajaba”.

La clave debería estar en Jianu. Y esas dos cajas de seguridad que Leon ha conseguido abrir usando su nombramiento oficial en el Consulado norteamericano. “Alzó la tapa, medio esperando el brillo del oro, algún efecto propio de un cofre del tesoro, pero solo vio el color gris verdoso de los billetes de banco, varios fajos, sin bandas de papel, ni ningún otro documento, solo dinero. Empezó a pasar la esquina de un fajo, contando. Billetes de cien dólares en fajos de cincuenta, cinco fajos en total, veinticinco mil dólares”.

¿Qué habría hecho Tommy para ganarlo? ¿Copiar cables? ¿Vender nombres? Pero no se trataba de dinero acumulado a lo largo de varios años, los fajos eran nuevos y todos de la misma procedencia, era un único pago. Jianu. Debía de ser él. Jianu bien podría valer veinticinco mil dólares, era un precio de cazador de recompensas… Pero Leon tenía que seguir adelante: llevaría a Jianu a Washington…

En toda vida hay un momento en el que es imposible volver atrás. Otro, en el que en una decisión se borra toda una vida. Esa fue la decisión de Tommy. Ojalá hubiera sido quedarse con el dinero antes de entregar a un nazi. La procedencia del dinero –y de otros veinticinco mil dólares en otro banco– era mucho más funesta, despreciable. ¿Qué podía valer cincuenta mil dólares para los rusos?

Era el dinero de la paz. De dejarlo todo, volver a Washington y un retiro sin trampas ni cartón. El sueño de la casa. La que iban a tener la señora King y él, Tommy, cuando volvieran a Estados Unidos. Iba a ser grande. Con un tocador en el piso de abajo, para no tener que subir las escaleras. Decía que un tocador le daba categoría a la casa. De eso es de lo que solía hablar.

Era el dinero de la traición. No a los nazis, ni a los rusos, ni tan siquiera a Estados Unidos. La traición a los judíos. La traición a Ira Hirschmann y sus barcos de judíos salvados de los campos de concentración en Rumanía y rumbo a Palestina.

Era el dinero de un barco como el Struma, hundido por los rusos con un barco con 769 judíos a bordo después de dos meses retenido en Estambul. Trescientos, unos pocos más, procedentes del campo de Transnistria eran los que se amontonaban en la bodega de ese otro barco que el dinero de Tommy había obligado a regresar a Rumanía. Sin dinero, sin dólares, el dictador Antonescu no vendía judíos. Ni por menos de trescientos por cabeza.

Ira Hirschmann era quien negociaba en nombre del Comité Judío. Tommy el encargado de los pagos. Había decidido quedarse con los cincuenta mil dólares del segundo pago. Y los judíos regresaron a Rumanía y al exterminio.

Era también la traición a Anna. La mujer que, junto a Mihai, se encargaba de organizar el traslado de los judíos desde el puerto de Constanza a Palestina vía Estambul. Anna, la misma Anna, que permanecía en coma en un hospital de Estambul. Anna, el gran amor de Leon, realmente su único ancla en Estambul. Y no, no era un ictus, la que le había causado aquella oscuridad: fue el Bratianu.

“El Bratianu había empezado a partirse en dos, la gente chillaba en el agua, hundiéndose, para volver a aparecer más tarde, como desechos arrojados por el mar, cubriendo toda la playa. Anna había logrado salvar a unos cuantos, nadadores lo bastante fuertes para mantenerse a flote, aferrarse a los remos, pero los niños murieron todos. Debió de ser entonces, al ver los restos y los cadáveres acercarse flotando a ella con las luces del barco, cuando algo, otro motor recalentado, se quebró también en su interior”.

El amor. A Kanon, como ya hiciera en El buen alemán (SN 146) –la primera novela publicada por RBA–, la novela de espías siempre acaba por sostener paralelamente una historia de amor, también llena de traiciones y secretos. Leon, aún bajo la pasión de una Anna incosciente, cae seducido en los brazos de Kay Bishop: “Tez pálida, apenas un toque de maquillaje, cabello rojizo”, la esposa de Frank Bishop, el jefe del espionaje norteamericano en Ankara.

Ese amor, al menos similar, es el que Kanon siente por Estambul. La fascinación por la ciudad otomana está presente en los detalles, los datos, las descripciones que los personajes –especialmente Leon– hacen de la ciudad de la Anya Sofia, del palacio de Topkapi, de la mezquita de Soliman, de los hammanes en forma de cúpula... “Estambul siempre se imaginaba a sí misma en verano, con damas tomando sorbetes en pabellones de jardín y caiques deslizándose por el agua. La ciudad atravesaba los inviernos tiritando entre braseros y suéteres, sorprendida de que hiciera frío”.

Leon ha decidido, pese a todo, dejar atrás Estambul. Llevará a Jianu a Estados Unidos. Es definitivo. Y no por ponerlo a salvo, sino para su testimonio destape la ignomiosa traición de Tommy King. Se lo debe a Anna. Como ese otro barco repleto de judíos rumanos, el Victorei, que ha decidido financiar con diez mil dólares que ha robado de las cajas secretas de Tommy.

Además debe salir cuanto antes de Turquía: la policía le busca como principal sospechoso del asesinato de Frank Bishop… Y el servicio secreto turco, el Emniyet, sigue el rastro de Jianu, para canjearlo con los rusos… y entregarlo al temible Melnikov en persona.

Leon es impredecible. Es la marca de Kanon, maestro en perfilar personajes y dotarles, como Tommy o Jianu, de un último giro que marca sus conciencias. El mal emerge cuando menos te los esperas. El bien cabe aún en el último gesto de un asesino. Pese a todo, el nazi rumano está ahí, frente a Melkinov, que entrega a cambio a su espía en el consulado norteamericano… una mujer. ¿O es una trampa de los rusos?

No esa mujer que había vislumbrado Leon no podía ser. Kay Bishop. A quién le había jurado… Otro tiroteo en el puente de Galata. Esta vez tampoco debía de haber ocurrido… Esta vez Leon no va a tener tanta suerte. Él lo ha provocado, dejando huir a Jianu. Y él se va a llevar uno de los disparos de Melkinov al grito de “Durak”. Necio. Solo un necio puede sentirse que no está al lado de ningún bando.

Solo un necio puede sentir que la mujer que lo espía es el nuevo amor de su vida. La mujer que lo espía para su propio Gobierno.

 

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