Por Antonio Lozano. En su última novela traducida por RBA, Quédate a mi lado, Harlan Coben introduce a una pareja de psicópatas a los que todo el mundo apoda Ken y Barbie por una combinación de belleza y apostura, pulcritud y buen vestir, que recuerda a la artificiosa perfección de las famosas figuritas de plástico. Aquellos suponen uno de los mayores logros del libro por la siempre eficaz fórmula de activar el escalofrío desde fuentes que deberían despertar lo opuesto, cuya iconicidad es desprogramada para generar las sensaciones menos previsibles: Barbie y Ken no son ya los empalagosos tortolitos que encarnan el amor kitsch sino dos enfermizas máquinas de matar que siembran el dolor allá por donde pasan.

El mecanismo es tan antiguo como los tiempos y está muy arraigado en el folklore y los cuentos populares: ¿qué eran las sirenas que intentaban arrastrar a Ulises a las profundidades marinas sino trampas dotadas de un exquisito timbre?, ¿y determinadas criaturas que moraban en los bosques (hadas, duendes…) que escondían bajo su halo mágico la voluntad de hacer caer al incauto en un encantamiento maléfico?, por no hablar de la dulce fachada de la casa que pierde a los golosos Hansel y Gretel o de tantos y tantos fantasmas que adoptan los rasgos de una seductora mujer con el propósito de apelar a la lujuria de sus presas, etc., etc.

La fórmula conserva intacta su fuerza a base de una constante reinvención. La novela y el cine contemporáneos de terror parecieron encariñarse especialmente con las muñecas de porcelana y los payasos. Su asociación con la infancia, los juegos y la diversión revestían de una pátina macabra a la propuesta, la cual confería nuevas capas de sentido a la antediluviana admonición de “no te fíes de los extraños”: ahora ni siquiera te podías fiar de tus juguetes ni los animadores de tu cumpleaños. La saga protagonizada por Chucky, apodado “el muñeco diabólico”, es un claro ejemplo de esto, mientras que la afición de una parte del celuloide japonés de terror por convertir directamente a los niños en seres demoníacos o fantasmagóricos (con incontables precedentes en la misma onda, por supuesto, de la niña de El Exorcista a las gemelas de El resplandor, El pueblo de los malditos…) puede verse como un intento por llevar la idea hasta sus últimas consecuencias: es el mismo niño, quintaesencia de la inocencia y la pureza, el que deviene un agente del Mal.

La incorporación de Barbie y Ken implica apuntarse al desguace irónico de los estereotipos que la cultura estadounidense ha generado en torno a la felicidad conyugal. Guapos, jóvenes y con la sonrisa tatuada, la pareja creada por la empresa Mattel (ella en 1959, él en 1961, por tanto en pleno auge de la sociedad de consumo) representaba para el público infantil ese ideal romántico que en sus mayores de carne y hueso se traducía en formar una familia dentro de los límites de una casa pareada con jardín. Y si algunos de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX (Carver, Cheever, Yates…) se encargaron de desmontar amargamente la fachada de esto último de modo casi sincrónico, la posmodernidad ha querido que los primeros también sufran, décadas después, una revisión desde una óptica gamberra y sarcástica. Barbie y Ken ya aparecían volteados en la película Toy Story 3, auténtico festival deconstructivo de referentes infantiles, donde un oso de peluche acababa siendo un gángster y un tirano. En ella Ken era un homosexual encubierto, ponía de los nervios a su eterna prometida y se pasaba al lado oscuro.

En Quédate a mi lado, uno y otro actúan como asesinos a sueldo que se aprovechan de su aura angelical (igual que los adolescentes de Funny Games de Michael Haneke) para ganarse la confianza de sus objetivos, acceder a sus hogares y poder someterlos a torturas que les procuran un placer sádico. Ella es la “creativa” del par: “Tenía una plancha nueva con la punta más afilada, capaz de alcanzar más de mil grados Fahrenheit y se moría de ganas de probarla”. Él resulta más vulnerable por el amor ciego que le profesa a su novia.

En el cine no han faltado binomios sentimentales abonados al crimen (The Honeymoonkillers, Kalifornia) pero en la vida real los únicos que recibieron el mote de Barbie y Ken fueron Karla Homolka y Paul Bernardo, un atractivo matrimonio rubio y de discreta vida suburbial que actuaba en la ciudad de St. Catharines (Ontario), por los alrededores de las cataratas del Niágara, bajo la sencilla premisa de detener a sus víctimas por la calle simulando estar perdidos y solicitar orientación. Aunque sólo fueron juzgados por los asesinatos de tres jóvenes, se les creyó sospechosos del de la hermana de ella, así como de más de cuarenta asaltos sexuales y de la desaparición de varias chicas. Se erigieron así en la encarnación más demencial de los peligros de tomar la cara por el espejo del alma o la confusión que genera la belleza.

Harlan Coben ha defendido siempre que sus libros nos hablan del tipo corriente, del hombre de familia, del tipo que lucha por conseguir hacer realidad el sueño americano. Liberando a estos temibles muñecos de carne y hueso que se dirían siempre a punto de jugar un partido de tenis, el escritor no ha hecho sino reforzar su compromiso con el ciudadano normal. Tergiversando el estribillo de la canción a “Que se mueran los guapos”.

 

 

 

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