Teléfono (blog Lozano)

Algún otro llamará a la policía

02 abril 2013

Tradicionalmente, la novela negra puso el foco en el investigador y el criminal: su encarnación del concepto del Bien contra el Mal promovió el que fueran los reyes de una función que demandaba divisiones morales claras y duelistas que anclaran la trama. El tercero en discordia, la víctima, ha sido por definición un peaje, una suerte de peón que abre la partida para que sean otras las fichas que concentren la atención con sus movimientos. De forma creciente, sin embargo, el sufrimiento de este secundario o mecha ha ido ganando musculatura. La búsqueda de nuevas fórmulas y una mayor sensibilización social han jugado a favor de que no se limite a funcionar como un trampolín para los saltos acrobáticos del héroe y su antagonista.

Ahora bien, existe un grupo humano todavía menos explorado como mecanismo para ampliar los horizontes del género: el espectador azaroso, esto es, el individuo que, sin comerlo ni beberlo, asiste al crimen sin que su vida corra peligro. En tanto que individuo corriente arrastrado a una situación excepcional, ese testimonio ocular o figurante en la representación del drama vendría, de un modo metafórico, a ocupar el lugar del lector. Uno y otro tienen muchísimo en común. Igual que el hecho de que la ficción criminal, ave de carroña de temas escabrosos y morbosos, despierte tantas pasiones esconde implicaciones psicológicas muy turbias, las reacciones del testigo accidental a actos dignos de entrar en sus páginas han deparado en la vida real resultados sorprendentes.

Si alguna vez se ha preguntado cómo reaccionaría en el caso de que pudiera oler la sangre o viera sacar un arma, por ejemplo, piense que, entre la visualización más idealizada (heroísmo) y la más deshonrosa (terror), existe toda una gama de opciones, destacando por inquietantes y extemporáneas las dos siguientes. ¿O se creía que el detective y el psicópata eran los únicos sujetos con auténtica complejidad psicológica?

El Síndrome Genovese

El 14 de marzo de 1964, la camarera Catherine Genovese, alias Kitty, de 28 años, regresaba de madrugada a su domicilio en el bario de Kew Gardens (Queens) cuando fue asaltada por Winston Moseley, un maquinista de 29 años, casado y con hijos, violador y asesino en serie de mujeres. Por espacio de treinta minutos fue acuchillada hasta la muerte en tres ataques diferentes, pues Moseley regresó en dos ocasiones a rematarla, mientras ella reptaba ensangrentada hasta el portal de su casa entre gritos de ayuda y de dolor. Las investigaciones policiales concluyeron que hubo treinta y ocho personas que presenciaron los hechos y que hubiera bastado con que una de ellas alertara a la policía durante la primera agresión para haberle salvado la vida a Kitty. El caso conmocionó a la opinión pública, la difunta pasó a bautizar una respuesta colectiva de indiferencia o inacción ante un episodio violento (también conocido como “síndrome del espectador”) y los psicólogos sociales se pusieron a buscar una explicación.

Estos descubrieron un nuevo ejemplo de la influencia nefasta del grupo. Al igual que la manada allana el camino para cometer actos de vandalismo, abusos y cualquier tipo de tropelías, su activación, aún en modo puramente visual y entre desconocidos, conduce a la denegación de auxilio. Este crece además de forma exponencial: a más ojos depositados sobre el espanto, menores son las posibilidades de que sus dueños usen sus puños para ponerle fin. Visto desde un ángulo irónico: la fantasía común de actuar como un héroe espontáneo para recibir los vítores de la concurrencia (cobarde y pasiva) y abrir los telediarios, disminuye precisamente contra más elementos hay para inmortalizarla bajo esas condiciones (público y cámaras).

¿Y por qué la compañía neutraliza? Porque resulta más difícil interpretar una escena como una amenaza si muchos la comparten y, aún en el caso de reconocerla por lo que es, resulta más fácil concluir que ya se encargará otro de resolverla. Aún en el extremo de que “leamos” la gravedad de la situación y poseamos algo de la fibra de la que están hechos los héroes anónimos, dar o no el paso definitivo dependerá de cuántos rasgos (raciales, étnicos, sociales, de género…) creamos compartir con la víctima. Dicho de otro modo, el ejecutivo caucásico se lo pensará mucho antes de arremangarse por la empleada del hogar asiática.

Más de cuatro décadas después, el brutal crimen de Kew Gardens fue A. objeto en 2009 de una novela del francés Didier Decoin , Est-ce ainsi que les femmes meurent (hay traducción al español, Es así como mueren las mujeres, en Alianza), cuyo título, nacido de una reformulación de unos versos de André Breton, “Est-ce ainsi que les hommes vivent”, se antoja una poderosa divisa a enarbolar en cualquier campaña contra la más letal violencia de género, y B. motivo en 2007 de un severo correctivo en un artículo publicado en American Psychologist, donde se reducía el número de testigos y se apuntaba que, al menos, se produjo una llamada a la policía.

En cualquier caso, los dispositivos psicológicos que el caso destapó siguen vigentes. Si se rompen una pierna y se encuentran un verano emulando a ese fisgón casero de James Stewart en La ventana indiscreta, cuentan con mayores probabilidades de evitar un crimen que si se topan con él disfrutando de una cerveza fresca en una terraza abarrotada de gente ociosa.

Para hablar sobre la segunda muestra de comportamiento perturbador cuando al común de los mortales lo sorprende de pública el Mal, habremos de esperar al siguiente post, aunque aquí adelantamos tres pistas:

1. Antes de la reciente ola literaria negra, a los suecos se los asociaba con el crimen a través de él.

2. Su más insigne representante estaba forrada y le dio a su padre el segundo mayor disgusto de su vida, después de Orson Wells.

3. Según el FBI, un 27% de los expuestos se lo llevan a casa.

 

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